jueves, noviembre 21, 2024
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LA JUSTICIA DIVINA REVELADA POR MEDIO DE UN GLORIOSO INTERCAMBIO

POR: MILENA ORTIZ HERNÁNDEZ


Tal vez, usted se identifique con lo que le contaré a continuación: cada vez que aparto mi mirada de los compromisos cotidianos y el entretenimiento, me encuentro con la dura realidad de que a mi alrededor se cometen muchos actos de injusticia. Sé que no hace falta que le ilustre con ejemplos, porque los conoce bien, los escucha diariamente en noticieros, los lee en las redes sociales y los comenta en sus conversaciones. Para mí, es inevitable que brote la indignación al darme cuenta de que la justicia terrenal, en numerosas ocasiones, falla en cumplir plenamente su papel, porque la maldad de algunos no se condena como debería y pareciera que tampoco es posible detenerla, en la mayoría de los casos. Probablemente, usted, igual que yo, siente desesperanza al contemplar este panorama. En mi caso, el asunto empeora cuando me veo a mí misma con honestidad y reconozco que mi orgullo, egoísmo, hipocresía y demás actos ofensivos me demuestran que en mí también hay injusticia.


A pesar de que Romanos 3:10-18 fue escrito hace miles de años, no hay una mejor forma de describir mi condición y la de esta humanidad: “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos”. Tal vez, usted, así como yo, no se conforma con esta iniquidad que nos rodea. ¿Cómo es posible que la maldad quede impune?


Dentro de nosotros conservamos, aún, una pequeña esperanza que gime, porque alguien les retribuya a los impíos la condena que merecen, tal como la sangre de Abel clamaba al cielo por justicia, luego de haber sido derramada por su hermano asesino, según Génesis 4:10; y al igual que se levantó una gran queja delante del Señor contra el pecado de Sodoma y Gomorra, que se agravó en extremo, de acuerdo a Génesis 18:20. Pero, estimado lector, si desde el cielo cayera un fuego consumidor para acabar con la maldad, también le alcanzaría a usted y a mí, porque un juez perfecto, que no deja ningún acto de maldad sin su castigo, no dejaría pasar por alto la altivez de corazón, calumnia, mentira, ni cualquier pensamiento que hayamos tenido en contra del prójimo, por muy oculto que esté de los demás. Así que, tanto usted como yo, necesitamos encontrar una solución para que el gran juez celestial no esté en nuestra contra.


Para nuestra sorpresa, hace más de dos mil años se hizo justicia de la forma más inesperada. Del cielo no descendieron truenos y centellas para destruir la iniquidad de la humanidad, ni cayó una lluvia de meteoritos, a fin de erradicar la maldad sobre la faz de la tierra; en cambio, del Reino Celestial descendió el Hijo de Dios, hecho hombre, revestido de humildad, sin ninguna hermosura ni atractivo que lo hiciera deseable; nosotros lo despreciamos y desechamos, escondimos de él nuestros rostros y no lo estimamos; este siervo sufriente vino a ser herido por nuestras rebeliones, porque Dios quiso quebrantarlo y cargar en él, el pecado de todos. El inocente sufrió la condena que merecía el pecador, tal como lo describe el capítulo de Isaías 53.


Así fue como Dios quiso derramar su justicia sobre el mundo: amándonos de tal manera que entregó “a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”, como lo manifiesta Juan 3:16. Jesús hizo justicia al amarnos y tomar nuestro lugar bajo el castigo divino; por eso, es en este acto que recibimos la justicia que tanto anhelamos, tal como promete Mateo 5:6, “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.


Si usted y su nación demandan justicia, miren la cruz de Cristo, allí la justicia divina se reveló en un glorioso intercambio: el justo tomó el lugar del pecador, mientras el pecador recibió el galardón del justo. Lo más hermoso de esto es que no hay que ir muy lejos para alcanzar la justicia. ¿O acaso tendremos que construir una enorme escalera que nos lleve hasta el cielo para encontrarla allí? ¿O nos tocaría excavar hasta lo más profundo del planeta para traerla a nosotros? No, pues la justicia está tan cerca como el evangelio de Jesús está de nuestra boca y corazón, como lo explica Romanos 10:10. Seremos saciados de justicia cuando confiemos desde el interior que Jesucristo nos salvó de un castigo eterno y nuestros labios confiesen que Él es Señor de nuestra vida y por eso seguimos sus pasos.


Luego de comprender esta preciosa verdad, cada vez que veo corrupción en mi propio reflejo, desecho la tristeza que producen mis errores, pongo mi mirada en Jesús y me alegro en el triunfo de su cruz, donde le dio muerte a mi pecado y, recuerdo que, así como Él resucitó de entre los muertos, me dio un nuevo corazón para hacer la agradable voluntad de Dios. He aprendido a no depender de mi propia justicia, imperfecta y débil, porque mis acciones, en muchas ocasiones, siguen siendo perversas. Mas ahora, sin importar cuán buenos o malos sean mis actos, mi corazón se deleita en la obra de Cristo, en su justicia inconmovible y firme como una roca. Espero que usted pueda también hallar esta felicidad en la victoria de Jesús, más que en sus propios logros; si no lo ha hecho, corra a Cristo, y si la ha alcanzado, corra a anunciar esta buena noticia de justicia y salvación disponible para todos.

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