POR: MILENA ORTIZ HERNÁNDEZ
Es curioso observar cómo muchas figuras públicas han manifestado en redes sociales estar agotadas por querer mostrarse perfectas ante sus seguidores, tratando de buscar el mejor ángulo para la foto, el filtro que oculte sus imperfecciones y destaque sus atributos; procurando reflejar una vida plena, en la que sus sueños se hacen realidad y no tienen mayores dificultades. Después de tanto esfuerzo, la solución para esa gran presión que tienen por sostener una imagen prolija frente a otros, ha sido manifestar: “No soy perfecto, acéptenme con mis fallas”.
A primera vista esto parece liberador, pues motiva al amor propio, a no juzgar a otros y ser conscientes de que un feed lleno de fotos hermosas no significa que haya ausencia de problemas en la vida de quienes las publican. Sin embargo, por algún motivo esto deja un sinsabor, pues ¿a quién le agrada equivocarse?, ¿quién no ama la perfección?, ¿es correcto que se renuncie a ser intachables? Si es así, entonces, ¿cómo será saciada la sed de cada ser humano por alcanzar la perfección?, porque si hay algo que todos tienen en común es su deleite y maravilla ante lo pulcro, sin manchas, ni defectos. La razón de esto es que todos cargamos con un deseo innato por la perfección, lo cual no es sorpresa, porque tanto hombre como mujer fueron creados, según la imagen y semejanza de Dios, quien es perfecto en su naturaleza, dice Génesis 2:17.
El problema es que nadie tiene en sí mismo la capacidad de ser perfecto; por el contrario, pareciera que existiera una fuerza similar a la gravedad que atrajera constantemente hacia los errores, por lo que toca hacer un gran esfuerzo para no equivocarse. Pero, ¿en qué momento dejó la humanidad de ser incapaz de obtener la perfección, si fue creada impecable como Dios? Las cosas cambiaron desde el inicio de los tiempos, cuando Adán y Eva hicieron lo mismo que todos hemos hecho en algún momento de nuestras vidas: anhelaron ser iguales a Dios al comer el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal para decidir, por su propia cuenta, lo que sería bueno o malo, dejando de lado la dirección del Creador sobre sus vidas, revela Génesis 2:17.
El resultado de esa decisión fue el mundo que vemos hoy, donde habitan personas que por momentos actúan correctamente y, en otros, cometen las peores atrocidades; aun aquellos que buscan el bien, resbalan y se equivocan, cayendo en la mentira, orgullo, odio o rencor. Quien escribe, es la primera en reconocer que ha fallado, tanto, que ya ha perdido la cuenta. Todos nos hemos quedado cortos al querer alcanzar la perfección, dice Romanos 3:23.
No obstante, a esta humanidad caótica vino un ser perfecto: Jesús, el hijo de Dios, quien dejó la gloria del cielo, nació como un hombre igual que todos los demás, relata Filipenses 2:6-7, pero nunca se equivocó, jamás profirió palabras de maldad, no hizo iniquidad, ni lastimó a alguien, revela 2 Corintios 5:21. Lo mejor de Él fue que su misión en esta tierra no fue ser el más poderoso; por el contrario, vino a humillarse a sí mismo, tomando nuestro lugar y recibiendo el castigo que merecíamos por cada una de nuestras malas obras.
A todo aquel que acepta que ha cometido una gran cantidad de errores y reconoce que Jesús recibió el castigo de todos ellos, Dios le borra su maldad. Al entender un poco este grandioso misterio, es posible sentirse plenamente satisfecho hoy, pues la sed por alcanzar la perfección es saciada en Cristo. ¿Quién puede juzgar o condenar al que ha confiado en Jesús?, dice Romanos 8:33-34; lo que Dios ha limpiado, ¿quién puede llamarlo impuro?, manifiesta Hechos 10:15. Independientemente de lo que otros vean, quienes creen en Él reciben el título de “perfectos” y, a su vez, el poder para actuar de manera que corresponda a esa nueva identidad; es decir, Dios provee las fuerzas necesarias para dejar de caer en el mismo pecado una y otra vez. Cada día, Él forma en sus hijos la santidad de Jesús, porque, por supuesto, no se trata de lograr el aspecto más hermoso o la mayor prosperidad, sino del carácter.
Ahora bien, si se recibe este divino poder por medio de su gracia, ¿por qué conformarse con ser un esposo o esposa que ama a medias, un hijo o hija desobediente, un padre o madre incapaz de instruir su casa? Jesús nos hace un llamado más grande: “Sean ustedes perfectos como su Padre celestial es perfecto”, dice Mateo 5:48. Corramos tras la santidad, porque si nos conformamos con nuestros errores, no veremos la gloria de Dios, indica Hebreos 12:14. Hagámoslo, para que cuando nos sintamos exhaustos volvamos a la cruz del Calvario, de donde fluye un río de gracia que limpia toda maldad y vivífica a los pobres en espíritu. Vayamos tras la perfección, pero no en las fuerzas humanas, sino de rodillas, clamando por la ayuda divina, con la plena confianza de que Cristo nos otorgó todo lo necesario para que anduviésemos en virtud, según 2 Pedro 1:3.
Por su poder, es posible cambiar el orgullo por la humildad, el rencor por el perdón, la altanería por la amabilidad, la indiferencia por la compasión; y si aun así se falla, se puede volver a intentar, “porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse; mas los impíos caerán en el mal”, manifiesta Proverbios 24:16. Vivir de esta manera no hace más fuerte a nadie, sino más dependiente de la gracia de Dios, pues no se trata de lo capaces que lleguemos a ser, “no que seamos suficientes en nosotros mismos, como para pensar que algo proviene de nosotros, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios”, comenta 2 Corintios 3:10.
Estas palabras no son para los que se consideren competentes; más bien, van dirigidas a aquellos agotados por buscar ser mejor y no lograrlo. Dios ha dispuesto levantar a los frágiles y vulnerables que fijan su mirada en Él; a ellos les promete en 2 Corintios 12:10: “Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí”.